Ser un estudiante de instituto me cambió por dentro y por fuera. Me hice más mayor y más idiota. Haced el favor de colocar vosotros lo que va dentro y lo que va fuera. ¡No lo voy a hacer yo todo!
Con más calma, reflexiono ahora que fue una pena haber dejado atrás a aquel niño rubito que yo fui. En BUP (para quien no lo sepa, así se llamaba al bachillerato) suspendía mucho pero conseguía ir pasando de curso. Estaba claro que tonto no era, pero a vago me ganaban pocos. Mi dejadez estudiantil me obligaba a dedicar parte de los veranos a la recuperación de asignaturas, ¿veis como era idiota?
Aparte de estudiar física y química, latín, dibujo técnico y otras cosas que nunca más he vuelto a usar; en los ochenta empecé a afeitarme y el acontecimiento más importante fue que hubo un mundial de fútbol en el que la selección española jugaba en Valencia, Se estrenó la serie Verano Azul que me tenía pegado a la pantalla. También leía muchísimo y de todo, desde libros pornográficos que tenía mi padre escondidos, a cómics de Marvel o de Bruguera, novelas de Agatha Christie y de Sherlock Holmes, o relatos de Poe y de Lovecraft. Todavía no tenía criterio suficiente para seleccionar mis lecturas.
Los veranos eran amigos y bicicletas en la playa de un pueblo valenciano, combinación que mezclaba una lista más larga que los ingredientes de la sangría: futbol, chicas, amigos y bicicletas, la adolescencia, motocicletas, las primeras borracheras…Con una agenda tan apretada era casi imposible dedicarle tiempo a los juegos de mesa, porque ¿esto que estoy escribiendo iba de eso?, ¿no?
Volveré al tema de esta serie de artículos para decir que de esa época recuerdo perfectamente a unos amigos que jugaban al ajedrez. Su padre era político y encima, esto sí que es raro, era una persona culta. En casa de mis amigos no había televisión, sabían mucho de cine (en esos años empezó mi pasión por el séptimo arte) y jugaban al ajedrez. ¡Vaya combinación!
Con ellos jugué mis primeras partidas serias. En esa casa de verano, en la que no había televisión y se escuchaba música clásica de fondo, preferiblemente Beethoven, empecé a tomarme el ajedrez más en serio. Ellos sabían jugar y yo aprendía en cada partida. Dicen que la música ablanda a las fieras, pues puede ser porque bien quietecito me estaba yo mientras pensaba mi próxima jugada de la partida al ritmo de la música clásica.
Por otra parte, una de mis tías como me veía muchas veces con el tablero de ajedrez, se empeñó en que le enseñara. Después de mi hermano fue mi segunda alumna con la satisfacción de que era hermana de mi padre y él nunca había querido pasar de las damas al ajedrez por más que yo había insistido. Me gustaba enseñarle a mi tía las reglas en voz alta mientras miraba con el rabillo del ojo a mi padre, sentado no muy lejos y leyendo la prensa deportiva o sus novelas de Marcial Lafuente Estefanía.
Pero creo que al juego que más horas le dediqué en esos años de instituto fue a un juego de nombre “El guiñote”. Con mis amigos Ramón, Carlos y Ramiro, nos pasamos innumerables tardes echando partidas a este juego de cartas con la baraja española que se juega por parejas. Años más tarde descubrí que era muy parecido a la Brisca o al Tute, pero éste tiene la particularidad de que se divide en dos fases y en la segunda se arrastra. Creo recordar que Ramón lo había aprendido en Benicarló, un pueblo de la provincia de Castellón donde tenía familia. De allí se trajo este juego y un montón de revistas pornográficas que devorábamos entre partida y partida.
De todas formas, como he dicho otras veces por aquí, el ajedrez era mi juego preferido aunque tenía competidores como el futbol, ping pong, baloncesto, Monopoly, Cluedo y otros entretenimientos varios, pero siempre, más tarde o más temprano, acababa jugando de vez en cuando una partida al juego de las 64 casillas.
Hasta que un día apareció un rival con el que el ajedrez no pudo competir. Un amigo tenía un aparato que nunca había visto, un ordenador doméstico, un Spectrum 48 K. En el instituto habíamos usado ordenadores para programar alguna cosilla pero los primeros años ochenta vieron llegar la irrupción en los hogares españoles de los primeros ordenadores domésticos. Spectrum, Commodore, MSX, Amstrad; fueron las marcas que llevaron los ordenadores a casas donde había adolescentes como el que aquí escribe. El Spectrum y yo nos enamoramos a primera vista. Cuando pude convencer a mi abuela materna para que me comprara uno, todo cambió.
Horas y horas jugando con el Spectrum, cargando juegos en cinta de cassette, leyendo revistas, programando en BASIC y viciado hasta el alma de esa maquinita con tantísimas posibilidades. Mis 17 años llegaron casi sin darme cuenta y estuvieron marcados por la computadora de Sir Clive Sinclair. Junto a mis dos hermanos (el pequeño ya no lo era tanto y se podía unir al clan familiar de los viciados por los 8 bits), exprimimos al Spectrum hasta decir basta.
El ajedrez y el resto de juegos de tablero, seguía por ahí, un poco abandonados a su suerte, tristes, como si fuera unos apestados a los que yo ya no quería ni acercarme. Menos mal que mi hermano mediano todavía le prestaba atención al ajedrez, jugaba en el colegio con éxito y su interés hacía que juntos comentáramos los míticos enfrentamientos entre los dos ajedrecistas del momento, los rusos Karpov y Kasparov. Mi hermano ya jugaba mejor que yo y muchas veces (no siempre, faltaría más) me ganaba. Muy interesante ese duelo, el de los rusos porque el que tenía con mi hermano me fastidiaba cada vez que perdía. Fueron los mundiales de ajedrez que más me interesaron, pero ya he reconocido que el Spectrum me había comido los sesos y lo prefería con muchísima diferencia al ajedrez. Como me gustaban sus pitiditos: PIIII, PI, PIPIPIII.
Al final pude unir las dos pasiones cuando descubrí los programas de ajedrez para Spectrum. Ese fue mi primer conocimiento de que existía el ajedrez computerizado, los juegos de Spectrum que jugaban al ajedrez aparecieron para reencontrarme con mi pasión por el ajedrez, Probé muchos, volví a retomar la afición al ajedrez y seguí creciendo camino de la mayoría de edad. Del BUP pasé al COU y de allí a los 18 años como quién no quiere la cosa.
Yo era feliz con mi Spectrum, con poder votar (seguía siendo idiota), con poder ir a ver las pelis de estreno tardío a los cines de mi pueblo, con escuchar la música de la movida en la radio, pero algo amenazaba mi futuro. Se llamaba servicio militar. ¡Quedaos en posición de descanso hasta próximo aviso!