Madrid, 1990. El trabajo me había llevado hasta allí y yo que solamente había ido a la capital de España con mis padres y hermanos cuando era niño (visita al zoo incluida), ahora tenía que acostumbrarme a que era la ciudad donde iba a vivir.
Tuve la suerte de conocer en mi trabajo a un señor que rondaría la edad de jubilación. Se llamaba Napoleón y en uno de nuestros trayectos en el metro, me demostró que era tan buen estratega como el famoso militar de apellido Bonaparte con el que compartía nombre. Mi Napoleón madrileño sacó del bolsillo de su chaqueta, un pequeño tablero de ajedrez portátil con el que se puso a estudiar la posición de una partida en el vagón del metro. No pude resistirme a preguntarle y me contó con emoción que jugaba al ajedrez en un club. Era un apasionado del ajedrez y aprovechaba los viajes en transporte público para estudiar aperturas, celadas o problemas ajedrecísticos. El fin de semana iba a participar en la liga federada de su club de ajedrez y tenía que prepararse.
No tardé mucho en visitar el club de Napoleón, darme cuenta de que era un buen jugador y asistir como espectador a varias jornadas de la liga federada. Me atreví a jugar alguna partida amistosa con desigual suerte y no perdí ocasión en dejarme recomendar por los miembros del club, sobre sitios interesantes en Madrid relacionados con el ajedrez.
Pero no puedo ocultar que yo también estaba interesado en otras cosas, léase mujeres, cine y juergas bañadas en alcohol. Mis veintipocos años me hacían alejarme del ajedrez por razones varias. Pasar de una pequeña ciudad costera valenciana a vivir en el Babel madrileño de los años noventa, era un cambio radical al que yo tenía que acostumbrarme a marchas forzadas. Aparté un poco mi atracción hacia el ajedrez por otras atracciones menos confesables pero también más divertidas.
Menos mal que por el camino le dediqué algún rato suelto al juego y pude ir al mítico Café Comercial para jugar alguna partida con los que allí se reunían, comprarme un tablero con el que practicar en mi habitación de piso compartido y pasarme por algunas de las buenas librerías de Madrid especializadas en ajedrez. Allí, rodeado de libros, fue donde vi el anuncio de una tienda de computadoras de ajedrez en Madrid. “Vaya, los del club no me habían hablado de esto. No son nada modernos”, pensé mientras leía el folleto de la tienda. Para mí era increíble haber descubierto que a alguien se le ocurriera tener una tienda donde vender computadoras de ajedrez, así que rápido y veloz, no tardé en aparecer por allí y mi compré mi primera computadora de ajedrez: Novag Super Nova. Era mi rival ideal porque siempre estaba dispuesta a echar una partida aunque su nivel me superaba y tenía que jugar quitándole opciones.
En uno de los viajes de fin de semana a casa de mis padres, me quedé de piedra al ver que mi hermano mediano tenía instalado en su habitación un ordenador compatible, un PC con disquetera y monitor en color VGA que nuestros padres le habían comprado para sus estudios. Después de haber utilizado horas y horas el Spectrum, me parecía una auténtica pasada estar frente a aquella bestia parda de silicio, mientras que yo en Madrid vivía en la total modestia, con mi computadora de ajedrez como la tecnología más avanzada, mi hermano tenía en su habitación un ordenador profesional con sonido, monitor y disco duro y ¡con programas de ajedrez!
De vuelta a Madrid seguí avanzando en la veintena de edad. Pasé de compartir piso con colegas a hacerlo en pareja. La vida es así, uno toma decisiones y crece con ellas. Creo que a eso le llaman madurar. Dediqué parte de mi ocio a viajes por España y Europa, nuevos amigos y familiares, trabajo y aficiones distintas a las del juego de las 64 casillas y pasados unos años también tuve un PC que definitivamente me metió de lleno en el mundo de los videojuegos, sobre todo, de las aventuras conversacionales y las aventuras gráficas. Mi mayor ocupación electrónica fue la ficción interactiva. Los llamados juegos de aventuras se convirtieron en parte de mi vida. En el arte siempre me ha gustado la ficción más que la realidad y los juegos que permiten convertirme en alguien que no soy, me engancharon totalmente. Participé en varios fanzines sobre ficción interactiva. Fui redactor del fanzine "Z for Zero", asistí a varias quedadas tanto en Madrid como en Barcelona e hice algún juego que pasó sin pena ni gloria.
El ajedrez quedó desbancado por el entretenimiento digital hasta que por motivos laborales viví un par de años en Barcelona. Los recuerdo con cariño aunque nunca pensé que podría echar tanto de menos Madrid y en la ciudad condal eso me ocurrió con creces. Cuestión de gustos, pero yo tenía claro que mi ciudad para vivir era Madrid. Pocas cosas claras tenía más que eso.
Barcelona me hizo volver a retomar mi antigua afición a los juegos de mesa. Con el grupo de amigos que tenía allí, pasamos muchas tardes jugando a tableros, aunque no eran juegos nada innovadores, sino que lo hacíamos a los más familiares: Trivial, Scrabble o Pictionary. Tampoco jugábamos con asiduidad pero sí recuerdo con cariño esas partidas a este tipo de juegos. En la época de explosión del Magic yo seguí jugando a juegos de mesa familiares.
Al Trivial era difícil ganar a mi grupo de amigos porque había un par muy listillos, de esos que se saben todas las respuestas hasta las más peregrinas y se ponía complicado conseguir más quesitos que ellos aunque las preguntas de espectáculos (especialmente de cine) eran mi especialidad. Con el Pictionary ya no podía buscar excusas porque mi inutilidad con el dibujo quedaba patente y era motivo de risas del resto de contrincantes. Por último, el Scrabble lo jugué más en casa con mi pareja y aquí si que peleábamos en igualdad de condiciones, palabra a palabra, por llevarnos la victoria.
En esos años el ordenador era mi compañero inseparable y la llegada de Internet acentuó el vicio así que mientras pasaban los años, no se me ocurrió volver a interesarme por el tema del ajedrez. Todo lo relativo al ajedrez estaba más que escondido debajo de la arena del desierto, de la playa o del parque donde tuve que ir mucho desde que llegué a los 30, edad en la que fui padre. Uffff, eso sí que fue madurar.
Mi hija, mi pequeña, creció conviviendo con mis aficiones, gustos o antipatías (y las de su madre). Ella nació en Madrid cuando regresamos de Barcelona. Ser padre me hizo volver a ser niño, interesarme por los juguetes, interesarme por los juegos, interesarme por jugar. De nuevo la Oca, el Parchís y juegos de iniciación, entraron en mi vida para enseñárselos a mi niña, hasta que un día hice todo un descubrimiento de un juego del que desconocía su existencia. Su nombre es mítico para la afición: ¡Los colonos de Catán!