lunes, 9 de agosto de 2021

CRÓNICAS DE UN JUGADOR DE JUEGOS DE MESA - Capítulo 3: "Descifrando jeroglíficos como Indiana Jones".

 


Como ya os he contado, el Ajedrez fue un juego que siguió unido a mi vida de niño pero sin tener mayor o menor importancia que otros como el Monopoly o el escondite. Jugué poco porque no tenía con quién hacerlo. Nadie de mi alrededor sabía ni quería aprender ese juego con reglas tan complicadas. 

Solamente recuerdo hacerlo contra un amigo de mi padre que me ganaba siempre. Todavía no debía existir esa teoría de "déjate ganar por el niño para que no se desanime y no le queden traumas infantiles". Me ganaba sin compasión pero como en el fondo, le debía de dar pena, me fue enseñando algunas reglas que yo desconocía. Resulta que este hombre insistía en que el movimiento del peón podía ser de una o dos casillas desde su posición inicial, que el tablero siempre tenía que colocarse con un escaque blanco a la derecha o que se podían mover al mismo tiempo el Rey y la Torre y esa frivolidad se llamaba enroque. ¡Estos adultos siempre complicándolo todo! 

Pensé que no me quedaba otra, si quería por fin ganarle a alguien, que enseñarle a jugar a uno de mis hermanos. El que me seguía en edad (cuatro años menor que yo), se prestó a ser mi aprendiz. En realidad se vio obligado a hacerlo bajo mis amenazas de "venga, aprendes a jugar y te prometo que esta semana no te pego". Tener a alguien cercano a quién poder ganar de vez en cuando fue una pasada. Lástima que yo no recordara como funcionaba eso del "jaque del pastor" para hacérselo. Daba igual porque al pequeñajo de mi hermano siempre le ganaba, ¡faltaría más! 

Me hubiera gustado mucho más ganarle a mi padre pero no tenía interés en el ajedrez y seguía empeñado en que jugáramos a las Damas. Creo que dejamos de jugar cuando vio que ya casi le podía ganar. Así que para el ajedrez solamente tenía a mi hermano y ahora que lo pienso, nunca me agradeció lo suficiente mis enseñanzas, porque unos pocos años después, cuando cuando dejé el colegio para ir al instituto, el largirucho gafudo en que se había convertido mi hermano, se apuntó a los campeonatos escolares de ajedrez y resultó ser uno de los mejores. Claro, ¡había tenido un gran maestro!

 

Pues sí, yo ya iba al instituto. Me estaba convirtiendo en todo un adolescente. Las chicas y jugar al fútbol eran dos de mis mayores prioridades. El ajedrez solo era un divertimento con el que pasar el tiempo de vez en cuando. Creo que tan mayor debía de sentirme con lo del instituto que hasta se me ocurrió leer de vez en cuando el periódico que compraban en mi casa. Allí descubrí que había una sección en los pasatiempos con un tablero de ajedrez dibujado, donde parecía que se planteaban problemas o se explicaban partidas de gente con nombres extranjeros. Yo leía los textos que iban con esos dibujos y no entendía nada. Mi mente de bachillerato especulaba: "esto no es inglés, ni física y química, ni latín, ni griego, ni siquiera valenciano".


La manera de entender esos textos era para mí un total misterio. Me sentía un arqueólogo, un Indiana Jones juvenil, ante el reto de descifrar jeroglíficos egipcios pero por más que lo intentaba con bloc cuadriculado, lápiz, papel y goma de borrar, no había forma de dar con la clave para hallar la solución. Como todo buen investigador y como un adolescente curioso que ya era, se me ocurrió ir a la biblioteca de mi pueblo a buscar fuentes que me ayudaran en esta complicada misión. Si lo de los Reyes Magos lo había descubierto yo solito y lo del sexo me lo había contado, entre mis gestos de incredulidad, un amigo más espabilado; la explicación de cómo se descifraban los jeroglíficos de ajedrez, tenía que venir escrito en algún sitio.


 


El bibliotecario me indicó con suficiencia dónde estaban los libros de ajedrez. Flipé cuando dijo que buscará en la sección de deportes. "¿Deportes?, ¿el ajedrez es un deporte?, ¡anda ya!", pensaba mientras miraba por la estantería. Pues sí, el tipo ese tenía razón, allí había un buen puñado de libros de ajedrez con jeroglíficos como el del periódico. Había ido al sitio adecuado para investigar. 

Cogí uno de los que parecían más sencillos deseando encontrar en esas páginas como se solucionaba el enigma. Me llevé el libro prestado y ya en mi casa, hice una atenta lectura del capítulo "Anotación de las partidas". Lo leí con atención y poco a poco, averigüé que demonios eran esos símbolos y letras tan raras con las que se apuntaban las partidas de ajedrez. Entonces eso de 1.P4R, P4R 2.C3AR, C3AD, tuvo por fin sentido. "¡Eureka!, ¡lo he descubierto!", dije en voz alta, como si mi nombre fuera Arquímedes. Noté como mi mente se expandía porque ya entendía los diagramas de ajedrez del periódico, que era el nombre correcto de lo que yo había bautizado  como  jeroglíficos. 

Pero es que la expansión de mi mente no se quedó ahí. En ese libro explicaban cosas mucho más interesantes sobre el ajedrez, como todas y cada una de las reglas (lo de comer al paso sí que me pareció que nadie se lo iba a creer), que las partidas se dividían en varias fases (yo que creía que sólo se dividían en partidas malas, regulares y buenas), que el principio se llamaba apertura, que lo de la mitad era el medio juego y que el final, pues eso... se llamaba el final de la partida. El autor del libro aconsejaba como jugar esas fases de la partida. Estaba aturdido ante tanta información El ajedrez no era tan sencillo, me quedaba mucho por aprender pero Indiana no se hubiera rendido y yo no iba a ser menos. Respiré hondo y me dispuse a seguir aprendiendo. 

Pensando ahora en lo mal estudiante de instituto que fui, se me hace raro que me pusiera con tantas ganas a estudiar ajedrez en un libro, pero lo cierto es que lo hice y, poco a poco, fui sabiendo algo más sobre el juego. Creo que lo mejor fue encontrar en esas páginas que aquel amigo, el que me enseñó a jugar, tenía razón, ¡había un mate que se llamaba "jaque pastor! y en el libro también venía explicadito. Por supuesto, seguí yendo a la biblioteca a sacar otros para saber más. Ahora yo iba a ser más listo jugando y mi amigo se enteraría la próxima vez que quisiera ganarme al ajedrez. Nunca he sido muy inteligente pero sí lo suficientemente avispado como para aprovechar cualquier ventaja, sea legal o una trampa, que me ayudara ganar a lo que fuera. Lo de lo importante es participar no iba conmigo. 



Mis idas y venidas la biblioteca me hicieron ampliar mis conocimientos literarios. Empecé a leer más cosas y entre esas lecturas juveniles, recuerdo con emoción el descubrimiento de Tolkien, de Poe y de Lovecraft. Me empapé de sus novelas y relatos hasta que por casualidad, encontré en casa de uno de mis primos varios libros que no eran libros con historias. Eran manuales de juegos de Rol y allí estaban los de "El señor de los anillos" y "La llamada de Cthulhu". Los leí con auténtica devoción, preparé alguna partida como máster pero nunca entendí del todo la dinámica del rol en este mi primer acercamiento. 

No tenía un grupo de amigos para jugar al rol y esas partidas las hice con mis hermanos que volvían a sufrir mis obsesiones lúdicas. Al igual que había descifrado jeroglíficos de ajedrez, con el rol me encontré descifrando tablas de tiradas, de dioses arcanos y de cosas similares que venían en esos manuales. Si nadie te explica estas cosas y las aprendes por ti mismo, todo se vuelve más complicado y yo no tenía la suerte de tener a alguien, un hermano mayor, un amigo metido en el tema, que me explicara ni el rol ni el ajedrez. Había que apañárselas. 


En 1981 cumplí 14 años, empecé a afeitarme, estrenaron la primera película de Indiana Jones: "En busca del arca perdida", suspendí tres asignaturas en mi primer año de instituto y también aprendí a descifrar los jeroglíficos de ajedrez. Ese verano sabía que con lo que había aprendido al ajedrez, iba a ganarle a algún ingenuo que se cruzara en mi camino. Eso sí, sobre todo, tendría que estudiar las tres materias suspendidas y aprobar alguno de los exámenes de septiembre para pasar al siguiente curso. Me dije que había que aprovechar el verano. El rol lo acabé descartando pero el ajedrez me iba a acompañar en mi camino hacia ser un quinceañero. Si os interesa como lo conseguí, os lo contaré en el próximo capítulo.